Thursday, October 15, 1998

LA ALDEA NUCLEAR

- Esto es como Macondo: nunca llueve; ¡Pero cuando llueve!
Mientras oía estas palabras, salidas del fondo del camión donde viajábamos, el letrero de "Ciudad Nuclear" pasaba frente a nosotros a modo de bienvenida. La comparación con Macondo, el fantástico pueblo del libro “Cien años de soledad” de Gabriel García Marques, no estaba falta de razón. Después de bajarnos polvorientos del transporte obrero, me puse a pensar en las grandes sequías e inundaciones que los “nucleareños” (habitantes de la ciudad) han tenido que soportar.
Cuando llegaban las torrenciales lluvias de mayo, el árido panorama de la zona, donde solo los árboles espinosos se atrevían a crecer silvestres, era sustituido por “El lago de los cisnes” (o “Charcos de los paticos”, según he descubierto en crónicas más recientes) y los niños podían dedicarse al sano entretenimiento de los deportes náuticos, acompañados por todo un ejército de sapos, ranas, renacuajos y otras formas de vida anfibia con la honorable excepción de los cocodrilos que, hasta donde he podido averiguar, nunca se aventuraron a ir de excursión por aquellos parajes.
En realidad las sequías que más nos castigaban, se debían no tanto a la falta de lluvia, como a la falta de agua potable, la imposible H2O del acueducto, que casi siempre venia a hacer de sus travesuras cuando no estábamos en casa, sino trabajando en la Central Elector Nuclear (CEN) de Juraguá a unos cinco kilómetros de dicha ciudad. Para solucionar esta sequía, Pablito, el genio de mi departamento, nuestro “Querido Pablo”, elaboró una brillante estrategia. Se apresuró a crear todas las condiciones para cuando a su majestad el agua se le ocurriera hacer su entrada triunfal, darle un merecido recibimiento, basado en el refrán “Agua que no has de beber... échala pa´l tanque”.
Así “Pablito el genial”, se las ingenió (y valga la redundancia) para conseguirse un tanque de cincuenta y cinco galones, donde almacenar la mayor cantidad posible del preciado líquido. Después de varias peripecias que prefiero omitir, su eminencia pudo colocar orgulloso y reluciente dicho tanque en el balcón de su apartamento. Instaló todo un laberinto de mangueras y llaves para garantizar que cuando el agua asomara el moño ¡Zas! ... atraparla y que fuera a parar sin dilaciones al fondo del tanque y una vez dentro, el fluido universal no tuviera posible escapatoria. Como todo buen científico, nuestro amigo calculó todos los posibles ángulos de entrada y de salida, la velocidad del líquido, la corrosión del metal del tanque según el espesor de la capa de pintura, la presión de acuerdo con las fases de la luna, la viscosidad según el estado de ánimo de los trabajadores del acueducto, la resistencia dinámica, el coeficiente de transmisión del calor y hasta hizo sus pequeños aportes en el campo de la teoría de las probabilidades. Solo tuvo el pequeñísimo error de que, a falta de un sostén más adecuado, utilizó el palo de bayeta para apuntalar el tanque y evitar que este se fuera de lado.
Al otro día, luego de contemplar paternalmente su obra maestra, Pablito se fue a trabajar para la CEN y abandonó la legendaria Ciudad Nuclear. A las dos de la tarde el agua hizo acto de presencia...
Y pasó el tiempo y pasó un águila por el mar y mucha agua por la manguera, hasta que nuestro débil amigo, el pobre palo de bayeta, tuvo que declararse impotente y ceder en su desigual batalla contra la inviolable ley de gravitación universal. Esto provocó un inevitable aterrizaje forzoso del tanque de agua en el balcón, que se vino abajo con su respectiva tonelada de agua, lo que según la ya comprobada Teoría de Causa y Efecto, ocasionó la subsiguiente inundación del balcón y de las habitaciones más próximas e invitó a la natación a sillas, sillones, butacas y otras pertenencias que se encontraba situadas en los planos bajos del apartamento. Desde entonces este recinto fue bautizado con el deportivo nombre de “La Piscina de Pablito”, obligado punto de referencia y peregrinación de los visitantes de la zona destinada a los llamados “cubanos- residentes”.
El hecho de que la ciudad fuera muy pequeña, no impedía sus múltiples divisiones y separaciones. Había una zona para los cubanos y otra para los técnicos extranjeros, casi todos soviéticos. Cada zona contaba con su respectiva escuela, tiendas, parqueos etc.; aunque, por supuesto, el centro comercial de los extranjeros estaba mucho mejor surtido que el de los “nativos”. Las zonas se dividían en áreas para “residentes” (los casados) y para “albergados” (los solteros) y estas áreas se subdividían a su vez en edificios y albergues de los distintos ministerios y empresas... ¿Facilito, verdad? Creo que lo único que escapaba a estas divisiones y subdivisiones era el policlínico, situado en el medio de la ciudad, no lejos de la antes mencionada Piscina de Pablito, el gran orgullo del movimiento olímpico local. Yo estaba catalogado como “cubano – albergado”; pero tenia relaciones de trabajo y de amistad con cubanos y soviéticos casados y solteros de casi todos los ministerios habidos y por haber, por lo que pude conocer la ciudad completa. Lo mismo iba a jugar dominó a casa de “cubanos –residentes” que veía el noticiero de la TV soviética con un amigo “extranjero –albergado”.
Desde el punto de vista técnico, este sistema de clasificación tenia un talón de Aquiles: Eva la checa. Nuestra querida colega del Departamento de Traducciones, llevaba tanto tiempo en Cuba que hablaba fluidamente el español con un inconfundible acento eslavo. No era posible ordenarla ni como cubana ni como extranjera. Por ser divorciada con hijos, no caía en la categoría de casada; pero tampoco de soltera. En fin "ni chicha ni limonà". Por esos los químicos de la planta, l a bautizaron cariñosamente como “la forastera de la tabla periódica”.
Los soviéticos (ahora se le dice “rusos” de nuevo) eran extranjeros “de verdad” y por tanto dueños y señores de la parte más privilegiada de la ciudad. Sin embargo, para ellos el hecho de denominar “Ciudad Nuclear” a aquel conjunto de cuarenta edificios de concreto, apilados con pésima arquitectura y peor terminación, les parecían demasiado pretencioso y por eso la llamaban simplemente el “paseolok”, que en ruso significa “aldea”.
Nuestra aldea - ciudad tenía una posición geográfica privilegiada y cierto encanto turístico, pues ofrecía un paisaje envidiable en los días en que el agua o el polvo no hacían sus estragos. Ubicada cerca del Castillo de Jagua, en la desembocadura de la Bahía de Cienfuegos, en el centro de la costa sur de Cuba, la ciudad tenía como contraparte al hotel y la playa de Pasacaballo, situados en la otra orilla. Durante largos años se proyectó diseñó y discutió la construcción de un super puente entre ambos lados de la desembocadura de la bahía y así quedaban “unidos para siempre” la CEN y Pasacaballos en un matrimonio sui génesis. Desconozco si dichas nupcias nunca llegaron a consumarse por razones político-económicas, estratégico-militares o católico-sexuales. El caso es que a pesar de figurar ya en algunos mapas turísticos, dicho puente jamás llegó a concretizarse, para gran beneplácito de los barqueros, que igual que cuatro siglos atrás, circulan entre ambos lados de la desembocadura transportando personas y cargas desde que a los colonizadores españoles se les ocurrió la brillante idea de construir la inexpugnable fortaleza de Fernandina de Jagua en honor al rey Felipe de España y llevaban a sus caballos a en botes a pastar a la otra orillas. Así surgió el nombre de Pasacaballo. Desde entonces es mucha el agua que ha caído y los charcos que se han formado; pero los barqueros siguen luchando contra viento y marea, sobreviviendo a los ataques de piratas y de reactores nucleares.
Como siempre, fue Eva la checa con su inconfundible acento eslavo, quién mejor pudo definirme la vida en la Ciudad Nuclear:
- Tu sabes lo que es, yo salir ayer muy cansada del trabajo, llegar a la ciudad y tener que estar dos horas haciendo cola, con tremendo sol, para coger bistec de tilapia y el pollo de dieta en la carnicería. Cuando me llega el turno, decirme el carnicero que ya eran las 7 de la noche y por eso, él cerrar en mi cara la puerta de la tienda.
¡Oye, eso es maricon`á!
Octubre de 1998

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